Crusgomanía / Freud tuvo la culpa
- Mtra. Socorro Cruz Gómez
- 12 oct 2016
- 5 Min. de lectura

No pensó que la respuesta se diera pronto, por eso cuando abrió el mail, no quiso leerlo tan rápido, aunque moría de ganas. Verificó el nombre del remitente y asunto. Corroboró que fuera la respuesta y echó un vistazo a los renglones captando solo palabras generales; respiró lento, cerró los ojos y solo cuando sintió que fuera lo que fuera lo iba a tomar con toda la filosofía del mundo, empezó la leer.
La imagen que ella tenía de él era la de un crítico bastante severo, de esos que escudriñan hasta el más mínimo detalle para resaltarlo en el mejor, o peor, de los casos, según sea. Por eso sintió una especie de gusto y miedo cuando él aceptó leer sus cuentos. Sentía que el veredicto calificaría la calidad de las historias y posiblemente también se arriesgaba a que los comentarios fueran fatales; que la destrozara, pero necesitaba escuchar la opinión de ese hombre a quién ella consideraba un buen crítico, pese a su juventud.

La respuesta fue formal y concreta, como él. Si quería saber su opinión debía ir a su oficina, cualquier día a cualquier hora; él estaría ahí, esperándola, por eso esa misma tarde se hizo presente. Si hubiera sabido lo que pasaría en ese lugar posiblemente no hubiera ido nunca, pero así es el destino, te suelta las sorpresas en momentos inesperados, cuando bajar la guardia ante una mirada puede desarmarte por completo, aunque igual, termina gustándote.
Anunció que estaba ahí y que iba a verlo. No esperó mucho a que él saliera a recibirla, se saludaron con un beso en la mejilla y ella pudo respirar el olor de la fragancia que traía en el cuello, era un aroma fresco con el que empezó a soñar muchos días después. Caminaron el angosto pasillo de un segundo piso, era una especie de cornisa, como de 6 metros de largo, por medio de ancho, con un barandal negro de protección. Él la condujo a la segunda puerta que estaba entreabierta; era su oficina. En el interior había una mesa de madera en forma de escuadra, pegada a la pared que en extensión abarcaba la mitad del lugar. No hizo falta preguntar dónde era su espacio porque rápidamente lo supo. En la parte frontal estaba la pantalla de la PC, y algunos libros perfectamente acomodados, luego seguía una pared blanca y un gran cuadro colgado, con dos imágenes incrustadas en el marco. Sus palabras eran cordiales, pero no dejaban de tener un tono imperativo que hacía que ella obedeciera silenciosamente. “Siéntate en aquella silla porque ésta, está un poco floja del respaldo” y ella se acomodó frente al monitor que tenía abierta la ventana del blog donde publicaba sus historias. Empezó a mover el mouse nerviosamente. Rápido, él jaló otra silla y la puso a un lado, cerrándole el espacio para que ella quedara entre la esquina del escritorio, la pantalla y él.
Las críticas no fueron tan severas, de hecho ella pudo calificarlas hasta de complacientes y se preguntaba por qué él tenía esa deferencia. Comentó los textos uno a uno, pero se detuvo en una historia en particular, la del niño que se enamora de su maestra. Las observaciones se centraron en la acción más que en el contexto, las analogías demasiado coincidentes; nombre del niño (Juan), profesión de la mujer (maestra), la atracción de ambos, la diferencia de edades (ella mayor que él). Él hablaba y ella escuchaba atenta cada frase, apoyado siempre de la referencia, del libro, del autor, del año, del por qué. Si hubiera sido otra persona, otro momento, ella lo hubiera tachado de soberbio y pedante, no era de las que se dejara impresionar por eso, pero con él era diferente, siempre fue diferente, le gustaba escucharlo. Cuando terminó de hablar ella agradeció el tiempo que se había tomado en leer su obra y creyó adecuado pedirle que fuera su editor, quién mejor que él para guiarla, para exigir mejorar sus escritos, para corregirla. Él dijo que no, que no servía para eso y se levantó de la silla intempestivamente, colándose atrás de ella. Era un no rotundo, quizá ahí estaba la verdadera crítica, en su negativa, en esa negación a formar parte de algo que no tenía calidad. Ella no insistió y el silencio se hizo presente, incomodándolos, por eso levantó la vista a una de las imágenes que estaban incrustadas en el marco del cuadro. Él seguía de pie atrás, mirándola, observando cada espacio de su cuerpo, sentía la mirada en los hombros, en la espalda, en la cintura, empezó a temblar porque se dio cuenta que estaba indefensa ante el poder de sus ojos.
La fotografía que había bajado del marco, era en blanco y negro, mostraba a un hombre de perfil, vestido con un traje completo; tres piezas, de pelo y barba cana, agarrando un puro en la mano derecha y colocando la izquierda en la cintura, levantando un poco la solapa del saco. La imagen se presentaba en médium shot que dejaba ver perfectamente los detalles, como la cadena de un reloj de bolsillo enganchada del segundo botón del chaleco y que seguramente guardaba el aparato en el interior de la bolsa. El hombre miraba a la cámara, sin duda la pose era estudiada.
─Quién es éste ─Preguntó ella, alargando la mano para quitar la imagen del marco, donde estaba pegada.
Sin dejar el tono de mando, ese maldito tono que dejaba ver y sentir una gran seguridad de quién se sabe en sus terrenos, él respondió.
─ Pues tú eres la experta en literatura, debes saber quién es.
Era evidente que la imagen se le hacía conocida y por la sugerencia tenía que ser un escritor, pero la mente estaba en blanco, no sabía quién era y preguntar nuevamente supondría que no era tan experta como él pensaba.
─Es Dostoyevski, ¿no?
El hombre no rio, pero siguió respondiendo desafiante.
─¡¿Cómo?! ¡Toda una maestra en Literatura y no sabe quién es!
Una pequeña mueca atravesó su rostro, la estaba probando y ella se sentía peor que si le estuvieran haciendo un examen exhaustivo de conocimientos.
─¡Claro! No es Dostoyevski…cierto, pero ¿es un escritor ruso?
Él sólo se limitó a levantar los hombros, aunque permaneciera impávido, en el fondo, disfrutaba el momento.
─¡Es Tolstoi ! ¡León Tolstoi !
Él dijo que no, con la cabeza.
─¡Fíjate bien! No es ninguno de ellos, mira bien la imagen… ¿Quién es?
─¡Pues no sé quién es y la verdad tampoco me importa mucho! ─Dijo ella, más como justificando su ignorancia, que respondiendo al reto.
─Es Freud; Sigmund Freud ─y le puso la imagen enfrente.
Los nervios hacían que ella riera a la menor provocación, por eso soltó una carcajada para quitarle importancia al momento y cuando sintió que el ambiente volvía a ser afable quiso tomar el mando, pero una vez más se equivocó.
─Pon la foto donde estaba ─dijo ella.
─¡Tú la bajaste, no! Pues tú vuelve a ponerla en su lugar ─Respondió él sin moverse un centímetro.
Obedecer significaba que tendría que levantarse del asiento, estirar el cuerpo lo más posible para que su brazo colocara la imagen en el mismo lugar del marco, de donde la había quitado y parecía que ahora la distancia era mucho más grande que la primera vez. Tenía que darse prisa porque además, era la posición perfecta para que él volviera a mirarla, a contemplarla de esa manera que ya temía. Tomó la fotografía e intentó ponerla en su lugar, pero sintió ligeramente que los jeans le bajaban un poco de la cintura y casi puso adivinar que la mirada de él estaba fija en sus nalgas. “¡Maldita sea!” se dijo para sí misma y se sentó, enojada porque había perdido el control de todo, y eso no se lo podía permitir. Rápidamente se despidió, tomó su bolso y salió de la oficina pensando que Freud tenía la culpa de todo, pinche psicoanalista hasta en esto vienes a joderme, pensaba mientras bajaba las escaleras, aunque también deseaba volver, no sabía para qué, pero quería volver.
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